jueves, 28 de agosto de 2008

La poesía y la tabla de Mendeléiev

16 de septiembre del 2001


Jorge Bustamante García
La Jornada Semanal, suplemento de La Jornada. México, 16 de septiembre.



Nuestro hombre en la lengua rusa, Jorge Bustamante, escribió este luminoso ensayo sobre la poesía y la tabla de Mendeléiev. Los poetas rusos del Siglo de Plata, Pessoa, Neruda, Mejía Sánchez, León De Greiff, Macedonio Fernández, Steiner, Aurelio Arturo, Darío, Keats, Poe, las olas del mar y el ritmo de la Tierra... están presentes en las reflexiones de Bustamante sobre el ser de la poesía. Un ejemplo ilustra la claridad de sus observaciones: "No recuerdo de quién son los versos 'Eras tan hermosa/ que no pudiste hablar' pero aunque no recuerde de quién son, lo más importante es que se quedaron anclados en mi memoria." Don Jorge, en cambio, habría olvidado de inmediato estos versos: "Eras tan hermosa/ que me sentí hechizado."



Hace exactamente cien años los discípulos y epígonos del simbolismo y el modernismo se debieron preguntar con insistencia por el destino de la poesía, por los laberintos insospechados del quehacer poético en el siglo xx que se iniciaba. Y cien años antes había sucedido exactamente lo mismo, con el advenimiento para la literatura del prodigioso siglo xix, parido entre los estertores hermosos, radicales y rotundos del romanticismo. Del lacónico y pesimista "para qué la poesía en tiempos de miseria", se saltó al festivo "música ante todo", lo que condujo a los "soniditos" modernistas, a los mágicos e intempestivos y futuristas "poemas a Lou" de Apollinaire, a los grititos exacerbados y, a veces, sublimes, de surrealistas y dadaístas, pero también a las divisas escandalosas y altisonantes de que era necesario lanzar a Pushkin, Dostoievski, Tolstoi y otros del barco de la actualidad, que profirieron a quemarropa en el manifiesto Una bofetada al gusto público los intrépidos navegantes de los mares poéticos del norte, Velemir Jlébnikov y Vladimir Maiakovski. Hoy nos preguntamos sobre el quehacer poético en el siglo xxi, pero desde cualquier ángulo que se aborde el asunto, parece -al menos para algunos- que no existen respuestas, a excepción de nuestras dudas. En los últimos años hay una creciente confusión que augura la muerte del libro tradicional, en especial el de poesía, por el auge sin límite de los medios electrónicos, por el feroz atractivo y la repelente eficacia de internet, que con sus más de diez mil millones de sitios y páginas actuales ha desbordado las perspectivas de la información, ya no de la simple comunicación, hasta tal punto que el hombre, abrumado por el feliz exceso, pareciera encontrarse todavía más solo. Y tal vez sea precisamente la soledad cibernética la que propicie, junto con el silencio y los fulgores del sueño, el aliento de la poesía en el siglo que se inicia. Sueño y poesía: una conversación con uno mismo, una manera de confiar en lo que nos rodea, una forma de encontrar la propia voz. Y a eso quizá se reduce todo: la voz de un hombre, de una mujer, la propia voz.

Escribir poesía puede ser todo, menos una carrera de caballos. La necedad de la competencia poética estriba en su estupidez. Los antiguos juegos florales eran una fiesta de la expresión, donde se creaban espacios para la imaginación repentina y la audacia lírica, sin mayor premio que el disfrute natural de lo creado mediante la palabra oral. En muchos de los premios y concursos actuales, especialmente en los de narrativa, se compite como galgos para satisfacer apenas las necesidades megalómanas de ciertos escritores y los intereses a veces desaforados de las grandes editoriales. Realmente es poco lo que han aportado premios de 175 mil dólares a la literatura de nuestros países, aparte del empalagamiento, la hartura y la vanidad espuria. Pero volviendo a la poesía, no creo que haya poetas mejores que otros: los hay distintos, los demás no lo son. Por supuesto que hay rangos, grados de intensidad y lucidez, escalas de espíritu trágico o lúdico. No leemos a Pessoa y a Neruda porque uno sea mejor que otro, sino precisamente porque son diferentes, tal vez antípodas, y en ello radica la riqueza de su mirada y de su peculiar percepción del mundo. Lo mi mismo podríamos decir de poetas tan dispares -nos gusten o no- como Jorge Teillier y Ernesto Cardenal, por mencionar algunos, y así podríamos continuar indefinidamente. Como lectores les agradecemos: no tomamos de ellos lo que ya tenemos, sino lo que nos hace falta. Con Pessoa sabemos que aparte de no ser nada, llevamos con nosotros todos los sueños del mundo y que todos los versos son siempre escritos al día siguiente. Con algunos de los libros de Neruda, en cambio y a pesar de sus ráfagas retóricas, podemos caminar cantando.

"Lo que no se nombra deja de existir" escribió Czeslaw Milosz, caracterizando --tal vez sin proponérselo-- un aspecto medular de la poesía. Lo que se nombra existe por el milagro de la palabra. Y parafraseando a Hölderlin, es la palabra, la poesía, lo que vuelve habitable el mundo. Por medio de la palabra todo se recrea: escribir es un acto de amor. Todo poeta es un enamorado de lo desconocido, pero no escribe un solo verso acerca de lo que no conoce. Lo dice Pierre-Jean Jouve: "El poeta es el que conoce, es decir el que trasciende, y nombra lo que conoce." Quien escribe poemas detecta porciones prohibidas, toca, palpa, husmea, desentraña sueños, naufraga y resucita, merodea la muerte y de mil maneras infecta las cosas con palabras y silencios. Su destino es una carrera loca por colmarse en el mundo y de esta imposibilidad nace una suerte de fracaso. La palabra intenta con inocencia asir la vida y la vida se va, ineluctable, por las fisuras del tiempo. Entonces un poema es salvar instantes, es inquirir con sorpresa el mundo, para luego marcharse al silencio. Pero el poema es también, lo sabemos todos, música, lenguaje exacto en sus ambivalencias, expresión, sonido e invención. Valéry, tan entregado como Huidobro a la inteligencia antes que a la sensibilidad, lo definió como la "vacilación prolongada entre el sonido y el sentido", percepción con la que el poeta francés sólo quiso afirmar que el poema no es sino una prolongada y deliciosa "vacilación" entre la música y la inteligencia. Pero la poesía no debería aspirar al significado, sino a la sensibilidad y la emoción: Vallejo, Machado y Marina Tsvetaieva lo sabían muy bien.

Sin embargo, lo contrario también podría ser cierto: también por el silencio, por el mutismo existen las cosas. Y es más: en el siglo xxi habrá poesía porque a pesar de todos los argumentos en contra, también habrá silencio. Y si la palabra suena desde los albores de lo humano, el silencio lo hace desde lo hondo de los tiempos, mucho antes de todo lo humano. Blanca Varela lo ha sentenciado de manera ejemplar desde su Perú lacónico, desde su poesía solitaria, desde su vallejiana mudez de aguacero: "Nada suena mejor que el silencio."

Escribir y leer poesía en el siglo xxi seguirá siendo como en los anteriores, desde el romanticismo y mucho más allá, un hecho solitario, radical y rebelde, porque, como lo recordaba el colombiano León De Greiff, la poesía es por lo general de "imaginación insurgente/ y arbitraria", que nada tiene que ver con la literatura enlatada, hija del afán, el lugar común, la irreflexión y la idiotez. Leer y escribir poesía en este nuevo siglo será no capitular, no cerrar los ojos, no rendirse, no caminar encandilado ante los embates del supuesto progreso en medio de la miseria, la guerra, la desolación, el sufrimiento y el cinismo de los poderosos, no cerrar del todo las rendijas que conducen hacia las utopías. De esta manera y como ha sido desde siempre, escribir y leer poesía será atender el mundo, recrearlo y asombrarse, cada vez, de que todavía todo es posible. Escribir y leer poesía es, a fin de cuentas, un estado del alma y, como la creencia en Dios, una experiencia interior.

Es imposible regresar a casa. Cuántas veces, durante años, hemos recreado y soñado alguna calle de nuestros juegos infantiles, una calle que nos persigue durante toda la vida porque allí dejamos para siempre unos ojos verdes, o castaños, o negros, tal vez un primer amor o quizás, por qué no, un desencanto. Al regresar, cuando ha pasado el tiempo, el mito se trueca y ya todo parece y no parece cierto, y todo queda tan ambiguo como antes: no se sabe a plenitud qué es el sueño y qué la realidad. Pero esta dicotomía no debiera inquietarnos. La respuesta, si existe, está tal vez en otro lado: en la poesía. Es imposible regresar a casa, porque uno siempre al leer poesía ?en cualquier lugar? se encuentra en casa. Estar en casa es vivir inmerso en el mundo y sus eucaliptos y bosques y ríos y es entender que la verdadera patria está ahí en los sueños, la lengua y la infancia. Leer poesía conduce, sin duda, a semejante viaje.

En 1982, en una entrevista en México, le pregunté casi a quemarropa al poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez: "Maestro, ¿para qué sirve la poesía?" Él me contestó, entre chiste y chanza, que aun la poesía que no se publica y que escribe un individuo para su regocijo personal sirve, porque es una gran terapia psicológica, de una gran salud mental. Es lo contrario de lo que cree mucha gente de bien: que la poesía es una especie de irresponsabilidad, que no sirve para ganarse la vida. Mejía Sánchez me miró un rato en silencio y luego me espetó sobresaltado: "¡Pues claro que la poesía no sirve para ganarse la vida, sirve para ganarse el alma!" Parece claro que la poesía no sirve para ganarse la vida. No sirve para comprar caballos, ni casas, ni para comerciar con los paisajes. Es sólo, como decía don Quijote, "una enfermedad incurable y pegajosa" que no dejará ya nunca en paz a quien ha sucumbido ante el privilegio de sus deslumbramientos y sus placeres repentinos. Años más tarde descubrí en un libro de Henry Miller, creo que en su ensayo sobre Rimbaud, una sentencia de espíritu parecido: "El arte no enseña nada, excepto el significado de la vida." Casi nada, pues.

La poesía es, todavía, un territorio para detenerse, ir despacio, mirar con atención y gozar el paisaje. Es una especie de reivindicación de la lentitud para observar lo otro, a los otros, y descubrir que la verdad más íntima y sencilla está precisamente ahí, entre el verbo y el mutismo, entre el ímpetu y la quietud. Por eso la poesía es la cúspide de la palabra y el silencio, porque es el acmé, el punto más alto de la expresión humana; y cada poeta verdadero, sea mayor o menor, es un milagro que llega desde la vida y el lenguaje saltando abismos. Sin embargo, los poetas deberían publicar muy poca poesía, tener vergüenza, abstenerse, porque, como dijo Holan, "un poema es un don" y eso es algo que no se da todos los días. Hay que desconfiar de quien a los veinticinco años ha publicado treinta libros de poesía. Eso es absurdo. Incluso a los setenta sigue siendo absurdo. Arseni Tarkovski, por ejemplo, aunque escribió una obra corta, siempre vivió para la poesía. La cultivó, la padeció, la veneró y su poesía se fue dando muy lentamente, sin premuras. Estuvo condenado a escribir y no escribir y se sometió sólo a su propio ritmo interior, con largas pausas entre poema y poema, obedeciendo únicamente a una intensa necesidad interna. El vanguardismo, el constructivismo, el futurismo, todos los "ismos" fueron ajenos a su musa desde el principio. No fue un poeta soviético, ni siquiera un poeta ruso, fue un poeta algo barroco extraviado en un tiempo extraño. Traductor compulsivo de poetas turcos, armenios, georgianos y árabes, se aisló con exasperación del mundillo literario y publicó su primer libro, Ante la nieve, a los cincuenta y cinco años, cuando su hijo Andréi triunfaba en Venecia con su película La infancia de Iván. Sus tres libros posteriores son consecuencia de un estilo singular: estrofas reguladas, laconismo y un claro y bien articulado lenguaje. Su poética es inflexible, un tanto áspera y lapidaria, y en ello radica su peculiaridad, su dramatismo esencial:

Tu verso es una copa de veneno,
pecaminoso, como la vida,
y gracias a él yo vivo
aunque ya no se pueda respirar.

Su poesía, como la de tantos otros poetas rusos, gozó del privilegio del extrañamiento: vio, oyó y dijo con extrañeza en un país insólito. Muchos poetas de otras latitudes también han gozado del privilegio del extrañamiento y "aunque ya no se pueda respirar" han creado, contra viento y marea, en sus países insólitos y heridos.

"No sirvo para lector de soniditos": con este dejo displicente y burlón Macedonio Fernández se refirió al modernismo, a cuya influencia fue absolutamente inmune y al que ignoró olímpicamente. En su único libro de poemas, Muerte es beldad, publicado por partes entre 1922 y 1942, cuando ya era una persona muy madura, realiza fascinantes hallazgos, entre neologismos, arcaísmos, frases vetustas y retruécanos. La fuerza poética de Macedonio es tan insólita que olvidamos, subyugados, las técnicas anacrónicas que ?adrede? emplea el poeta para transmitirnos su decir y su manera de estar en el mundo: "Amor se fue; mientras duró/ de todo hizo placer./ Cuando se fue/ nada dejó que no doliera." Su inteligencia poética dejó un legado que aún no ha sido aquilatado por la poesía latinoamericana contemporánea. Gracias a su trajinar metafísico, a su exaltado idealismo, a su humorismo de inquietante filigrana que dejó plasmados en libros como Continuación de la nada, Papeles de recién venido y el desconcertante texto filosófico No todo es vigilia la de los ojos abiertos, toda persona que hoy se interese en la poesía debería saber que "la conciencia poética no surge mediante raciocinios, sino a través de la gratuidad de lo imaginario".

No recuerdo de quién son los versos "Eras tan hermosa/ que no pudiste hablar", pero aunque no recuerde de quién son, lo más importante es que se quedaron anclados en mi memoria. Quizá si esos versos dijeran algo así como "Eras tan hermosa/ que me sentí hechizado" los habría olvidado de inmediato. En los primeros es suficiente el compás que expresan. No necesitamos de ninguna anécdota sobre la hermosura y, sin embargo, la imagen se desliza firme por la memoria de manera persistente e inagotable. Y si esos versos son recordables es tal vez por la música secreta que encierran y la sorpresa que sin querer encarnan.

Cualquier valoración del escritor tendrá que ser a partir de su propia obra, donde no caben razones políticas o sociales, ni otra motivación extraliteraria. Es claro que a través de las épocas, de los más diversos países y culturas, se ha considerado al escritor, especialmente al poeta, como una suerte de guía espiritual, de visionario, de conciencia cósmica, o como una especie de adivino, mago o chamán, dotado de un misterioso don para intuir y develar los secretos de la vida y de las cosas. Todo esto no es más que un equívoco, un malentendido, una falsa opinión sobre el acto de escribir. Un asunto ilusorio. No hay razón para que el escritor se la pase respondiendo sobre los diversos y complicados asuntos del mundo, como si fuera poseedor de todas las virtudes y de las más profundas verdades, cuando en realidad lo único que puede ofrecer -como menciona Borges- son sus propias perplejidades. La escueta realidad es que en la historia de la literatura ha habido de todo: desde autores iluminados y visionarios, virtuosos, modestos y generosos, hasta aquellos un tanto vagabundos, a veces soberbios, engreídos, perversos, biliosos, rabiosos y estrafalarios, que nos han dejado una sola cosa valiosa: su obra.

La discusión bizantina sobre forma y contenido parece que sí tiene solución. En poesía la forma es contenido. La búsqueda de la forma es la expresión más auténtica del fondo. El acmeista ruso Nikolái Gumiliov solía decir que el poeta digno de ese calificativo se sirve precisamente de la forma como único medio de expresar el espíritu. En este tenor la forma es música o quiere ser música. George Steiner, quien parece haberlo pensado todo, lo ha expresado con toda precisión: "La poesía aspira a la condición de música, que es la de una perfecta tautología de forma y contenido."

Todo escritor es, ante todo, un lector, un navegante, un co-creador que va inventando una obra mientras lee, y entre páginas y textos ajenos va fraguando sus propios y nuevos enigmas. Para no sucumbir en esta empresa, cuenta por lo menos con dos recursos poderosos: leer y mirar con atención. Al leer entabla afinidades secretas que lo conducen a parajes insospechados; al mirar crea su propia cartografía, fundamento de toda prospección efectiva. El colombiano Aurelio Arturo creó una cartografía semejante en unos cuantos poemas prodigiosos impregnados de montañas, altiplanicies, valles y sabanas, un país donde crecen árboles mágicos y en donde las fragancias se pierden entre el silencio y el espanto. Morada al sur es una evocación de un sur que no existe y que, sin embargo, se encuentra en todas partes, de un terruño natal que es todo el mundo, un viaje sin término por hierbas, follajes, caballos negros con "soles en las ancas", sombras curvas, músicas desnudas, hojas inquietas que constituyen los países que son su país y que se le antojan verdes en su contemplación del sur. Sus poemas festejan la existencia y prefiguran el mejor acontecimiento al que puede acceder el hombre. Las palabras son tambores que nadie sabe quién los toca, pero que todos escuchan y cuyos emisores se diluyen en el polvo y la ceniza: "...Suenan casi perdidos los tambores/ atravesando valles y valles de silencio/ y nadie sabe quién los toca/ ni dónde/ pero todos los oyen/ y comprenden su mensaje/ y se llenan de júbilo o se espantan/ dónde suenan/ quién los toca/ manos que se han deshecho/ o que están cayendo en polvo/ o que serán la ceniza más triste." Supo a ciencia cierta que aunque el viajero regrese sin nada entre las manos, siempre llevará una multitud de paisajes en los ojos, una infinidad de sonidos y murmullos, un mar, un deslumbramiento interior que se convierte en canto: "Si de tierras hermosas retorno/ ¿qué traigo?/ ¡Me cegó su resplandor!/ Las manos desnudas, rudas,/ nada, no traigo nada: traigo una canción." Todo viajero, y lo somos todos, lleva su morada al sur, su territorio, donde reina y padece, donde es libre, un lugar etéreo, cálido y lluvioso en donde inventa músicas inéditas. Aurelio Arturo alumbró el viaje, los países verdes, el solar natal, los sueños, la memoria, el destino final que es el olvido.

Un escritor verdadero, sea grande o menor, sea famoso o un total desconocido, siempre va despacio, porque su obra es producto de la experiencia y la reflexión. Desde Baudelaire sabemos que la inspiración no existe. Evidentemente siempre ha habido los Rimbaud, los Keats, los Byron, los Pushkin, los Rubén Darío, pero ellos son o fueron unos iluminados. Los demás trabajan arduamente para lograr, si acaso, una página perdurable. Aquí parece pertinente destacar la importancia del escritor menor en el sentido, claro está, de Jodassievich. Escritor menor, pero no mediocre, que a este último, según afirma Horacio, "no lo toleran los dioses, ni los hombres, ni los anaqueles de los libros". Un escritor menor nunca escribe una gran obra, nunca escribe algo como En busca del tiempo perdido o Crimen y castigo, pero siempre está ahí, haciendo lo que tiene que hacer.

El narrador argentino Ricardo Piglia cree, por ejemplo, que Edgar Allan Poe fue un escritor menor, aunque un escritor notable, con una inteligencia de primer nivel, pero al mismo tiempo muy fracasado: "Poe es siempre contemporáneo, no es un gran escritor -grandes son Whitman y Melville-, no está en el canon, nunca termina de estar en el museo: quizás por eso le gustaba a Baudelaire." En el sentir de Jodassievich, quien fue un poeta menor del luminoso siglo de plata de la poesía rusa, el escritor menor es una pieza clave en toda literatura nacional, porque con sus aparentes minucias, en las pequeñas cosas que toca, puede radicar la clave de una literatura de dimensiones inesperadas. Jodassievich cultivaba el tema de Boratinski: "Mi don es la pobreza, y mi voz es el silencio." Su línea eran los versos de los poetas menores de la época de Pushkin, poetas provincianos, y se nutrió de lo mejor del diletantismo poético ruso, del álbum familiar, del mensaje amistoso en verso, del epigrama consuetudinario, llevando así hasta el siglo xx la complejidad y la tierna aspereza de la forma de hablar moscovita: sus poemas son, a un mismo tiempo, populares, literarios y de un raro refinamiento. Dice Osip Mandelstam que "en el simbolismo ruso hubo sus Virgilios y sus Ovidios, pero también sus Catulos, con toda la pureza y el encanto del sonido que le son propios a los poetas menores". Y menciona que un contemporáneo suyo, como Mijail Kuzmin, envuelto por entero en la pasión por la línea menor de la literatura universal, cultiva con suficiente fortuna en sus poemas "el descuido deliberado y la vastedad del lenguaje, repleto de galicismos y polonismos", y concluye que, contagiado por la poesía menor de Occidente, "Kuzmin transmite al lector una ilusión perfectamente artificial y la caducidad prematura del discurso poético ruso", lo que no deja de tener su importancia en el contexto de la poesía rusa de las tres primeras décadas del siglo xx.

El discurso poético mundial es -tal vez- el último límite de la palabra. Quiere percibir los abismos de la piedra, nuestro más remoto ancestro, para intuir tenuemente el sentido telúrico de nuestros orígenes. Mandelstam, otra vez Mandelstam, en su extraordinario ensayo "Conversaciones sobre Dante", al estudiar la simetría perfecta de la Divina Comedia, llega a afirmar que ningún lector, por avezado que sea, podrá imaginar plenamente este "poliedro de trece mil facetas de una regularidad monstruosa". Para escribir su ensayo Mandelstam se fue a una playa del Mar Negro, y mirando allí los pequeños guijarros de calcedonias y turmalinas, de yesos cristalinos, feldespatos y cuarzos que regresaban sin término a la orilla impulsados por las olas del mar, comprendió de pronto que la piedra es el diario del tiempo con "sus notas atesoradas de millones de intemperies. Es la lámpara de Aladino que penetra las tinieblas geológicas del tiempo por venir".

En su ensayo El hombre que amaba las piedras, Marguerite Yourcenar hace una apología del Roger Caillois, minerólogo, infatigable observador y dibujante de las rocas. Sus libros Piedras, Reflejos de las piedras y La escritura de las piedras, muestran la pasión de un escritor por el mundo mineral. Para Caillois las piedras son una especie de archivo supremo que "no tiene texto y no se da fácil a la lira..." Neruda, en su poema "Minerales", le canta a las piedras preciosas de Colombia y a la esmeralda de color infinito como el mar. Con acento quevediano, un poeta actual como el mexicano Efraín Bartolomé logra un cuarteto ontológico y antológico, en el que se encierra toda nuestra historia: "Mira la piedra: te hablará la Tierra/ La piedra es el espejo en que se encierra/ la humana historia: lo que hay y ha sido/ y lo que habrá de ser y lo que es ido." Así, pues, existen grandes semejanzas entre algunos conceptos geológicos y el sentido de la poesía. Para que se forme el oro a partir de una fuente magmática primigenia, los iones metálicos, tras una complicada historia, viajan grandes tramos dentro de la corteza terrestre en burbujeantes soluciones hidrotermales, hasta encontrar las condiciones precisas para su formación ya como metal noble: así la poesía realiza un largo viaje para conformar el oro más pulido del espíritu humano.

La poesía no perecerá en el siglo xxi precisamente porque contiene todos estos ingredientes que constituyen la naturaleza humana y la esencia intrínseca de las cosas. En la tabla periódica de Mendeléiev están todos los elementos químicos constitutivos de la materia y cada elemento tiene su propio peso específico, su propia masa, su particular capacidad para asociarse a otros elementos de la más diversa índole. Y cabe mencionar que ningún elemento es mejor o peor, sino que es diferente para que exista el mundo como lo conocemos. Al combinarse por afinidad los elementos forman compuestos y soluciones, luego minerales que componen rocas que constituyen a su vez la corteza terrestre de nuestro planeta. Los poetas son como esos elementos de la tabla periódica que contienen en sí mismos su propio peso específico y que combinándose infinitamente mediante innumerables lecturas, llegan a obtener lo más preciado a lo que puede aspirar un ser inteligente: su propia voz, la voz de un hombre. Y no importa si esa voz es frágil o bronca, si es disonante o sonora, será siempre la propia voz, la más auténtica. En la tabla periódica de la poesía están los archivos supremos de los que hablaba Caillois y en esa asamblea de voces solitarias se encuentra el verdadero patrimonio de lo humano.

No hay que perturbarse demasiado ante los nuevos y eficaces medios electrónicos y cibernéticos que van apareciendo y que seguirán apareciendo en el curso del siglo que se inicia. Ninguna imaginación, por fértil que sea, puede prever lo que vendrá. La poesía, como la materia, no se pierde, ni se destruye, sino que se transforma. Encontrará sus propios cauces en los flujos de las nuevas percepciones. La literatura no cambia nada: a lo sumo es una fuerza sin dirección. Una fuerza como la de las olas del mar, que no van a un punto específico, sino a todos los puntos. La poesía no es guía de nada: sólo busca descubrir el espíritu del mundo.

Sólo hay una cuantas metáforas elevadas casi al infinito por la fertilidad de los poetas. A la poesía le es suficiente con poco: sólo hay que mirar y palpar. Por eso Velemir Jlébnikov, el infortunado Velemir Jlébnikov, pudo escribir:

¡Me basta poco!
Un mendrugo de pan
Una gota de leche
Y este cielo.
¡Y estas nubes!

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